El Prelado llama a dejar a los pies de Santa María las inquietudes de la vida ordinaria, como hizo San Josemaría tantas veces.
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Comenzamos este mes dedicado especialmente a la Virgen, dentro del año mariano que estamos celebrando en la Obra. Y el corazón y el pensamiento se nos van enseguida a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, para agradecerle los innumerables favores que recibimos constantemente por su intercesión. Algunos los conocemos, de otros no tenemos conciencia; pero nada más cierto que, para honrar más a su Madre, Dios quiere otorgarnos los tesoros de su gracia sirviéndose de la Santísima Virgen, siempre en estrecha unión y dependencia de su Hijo. «La mediación materna de María no hace sombra a la única y perfecta mediación de Cristo», explicaba Juan Pablo II comentando algunos textos del Concilio Vaticano II. Por el contrario, añadía, «lejos de ser un obstáculo al ejercicio de la única mediación de Cristo, María pone de relieve su fecundidad y su eficacia».
En estos días le agradecemos en concreto —perdonad el inciso— la ordenación sacerdotal de 32 hermanos vuestros, a quienes administraré el presbiterado el próximo día 8, en la Basílica de San Eugenio. Recemos a la Virgen por ellos y por todos los sacerdotes.
La historia de la espiritualidad cristiana está llena de ejemplos que manifiestan la protección maternal de Nuestra Señora sobre sus hijos, a los que asiste con gracias especiales. La más antigua oración mariana, el Sub tuum præsidium, que tanto repitió San Josemaría, se remonta al siglo III y expresa esta confiada certeza: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita».
Todos hemos experimentado en nuestra vida la presencia bienhechora de Santa María para acercarnos a la intimidad del Señor. Por esta razón, y porque se lo merece —no hay criatura más digna que la Virgen: más que Ella sólo Dios—, jamás le agradeceremos suficientemente sus desvelos por nosotros, ni la alabaremos como sería debido. Así se expresaba San Josemaría, en continuidad con la tradición cristiana. «La teología ha ideado en los siglos pasados una sentencia que resume el amor de los cristianos a la Madre de Dios: de Maria, nunquam satis, nunca podremos excedernos en hablar y escribir sobre la dignidad de la que dio su carne y su sangre a la Segunda Persona de la Trinidad Santísima».
Estas razones constituyen el fundamento de la piedad mariana, que florece de modo más evidente por el mundo en estas semanas. En nuestro caso, se añaden varios motivos específicos, que nos invitan a tratar con especial cariño a nuestra Madre. Me refiero a dos aniversarios que se cumplen en este mes: el de la primera romería de nuestro Padre —a Sonsoles, en 1935— y el de su novena ante la Virgen de Guadalupe, en 1970. El recuerdo agradecido de estos acontecimientos, que pertenecen ya a la historia del Opus Dei, nos impulsa a considerar que —como señala Benedicto XVI— «con la Encarnación del Hijo de Dios, la eternidad entró en el tiempo (...). El tiempo ha sido —por decirlo así— "tocado" por Cristo, el Hijo de Dios y de María, y de Él ha recibido significados nuevos y sorprendentes: se ha convertido en tiempo de salvación y de gracia». Por eso, concluye el Papa, hemos de «poner las distintas vicisitudes de nuestra vida —importantes o pequeñas, sencillas o indescifrables, alegres o tristes— bajo el signo de la salvación y acoger la llamada que Dios nos hace para conducirnos hacia una meta que está más allá del tiempo: la eternidad».
Las dos fechas de nuestra historia, a las que deseo referirme, manifiestan muy claramente esa entrada de Dios en la historia de los hombres, y concretamente, en la historia de esta porción de la Iglesia, el Opus Dei.
El 2 de mayo de 1935 —mañana se cumplen 75 años—, San Josemaría dio comienzo a la costumbre de la Romería de mayo, de la que tantos frutos espirituales se han derivado. Desde entonces, millones de personas han aprendido a llevar su cariño filial a la Virgen con sabor de intimidad. Os sugiero que nos empeñemos más en este mes, para que muchos amigos nos acompañen en esas visitas marianas. Deseamos dar gracias a la Virgen por sus desvelos con la Iglesia y con cada uno de sus hijos.
El trato habitual con Nuestra Señora es prueba clara de que un alma respira un ambiente cristiano. Habrá quizá fallos en nuestro caminar —nadie hay perfecto en la tierra—, pero quien reza perseverantemente a la Virgen, recitando quizá las oraciones que aprendió en la infancia, sin abandonarlas, demuestra que en su corazón hay un hálito de aire cristiano y nuestra Madre lo ayudará: ahora y —como rezamos en el Avemaría— también en la hora de la muerte.
Deseemos contagiar el amor filial a Santa María. La invitación a nuestros conocidos, amigos, parientes, para que nos acompañen en la Romería de mayo, les puede ayudar a descubrir el gozo y la paz que nuestra Madre derrama en el alma de los que se reconocen hijos suyos. Ojalá muchas mujeres y muchos hombres adquieran la costumbre de rezar diariamente el Santo Rosario. ¿Superamos decididamente los respetos humanos para iniciar esas conversaciones? ¿Nos impulsa el amor a María a querer el bien de la gente?
Otro aniversario muy significativo para nuestra familia se cumple en este mes: los cuarenta años del viaje de nuestro Padre a México para rezar ante la Virgen de Guadalupe. Recuerdo la sorpresa y la alegría de quienes estábamos físicamente a su lado, cuando, el 1 de mayo de 1970, nos anunció que había decidido emprender ese viaje. Inmediatamente encargó que se realizaran las gestiones oportunas, y en la madrugada del 15 de mayo llegó a tierras mexicanas. Movido por su amor a la Iglesia, al Papa, a las almas, deseaba poner en manos de la Virgen las intenciones de su corazón. Lo explicaba así: «¿Qué pide el Padre? Pues el Padre pide a los pies de Nuestra Madre Santa María, Omnipotencia suplicante, por la paz del mundo, por la santidad de la Iglesia, de la Obra y de cada uno de sus hijas y de sus hijos.
Ya durante el vuelo hacia América, se notaba el intenso recogimiento de nuestro Fundador. Y nada más llegar a la Ciudad de México, aunque eran las 3.00 de la mañana, manifestó el deseo de acudir inmediatamente a rezar ante la Virgen de Guadalupe. No fue posible, porque a esas horas la basílica se hallaba cerrada. Pero apenas le dejaron los médicos y sus hijos, para que se adaptara a la altitud y al cambio de horario, se trasladó a la Villa acompañado de varios hijos suyos. Fue la primera visita que hizo en México D.F. Después de saludar a Jesús Sacramentado, se arrodilló en el presbiterio y se quedó absorto en oración durante una hora y media, aproximadamente. En el transcurso de ese tiempo, la iglesia fue llenándose de hijas e hijos de nuestro Padre, de cooperadores, de amigos, que deseaban rezar unidos a nuestro Fundador.
Como aquella oración se prolongaba, don Pedro Casciaro, que era entonces el Consiliario, advirtió a nuestro Fundador de lo que ocurría. Y, como nuestro Padre huía de "dar espectáculo", interrumpió su conversación ante la imagen de Guadalupe y pidió que se buscara el modo de obviar ese pequeño inconveniente. A partir del día siguiente, y durante el resto de la novena, utilizó una pequeña tribuna, algo incómoda, pero que tenía la ventaja de estar situada a media altura, bastante cerca de la imagen de Nuestra Señora, fuera de la mirada de la gente. Allí San Josemaría pudo dirigirse a la Virgen de Guadalupe con enorme confianza, hablando con Ella en voz alta para manifestarle las necesidades de su corazón. Gracias a Dios, pudimos tomar nota de lo que dijo en aquellos ratos de conversación con la Virgen, en los que además invitaba a participar a quienes nos encontrábamos en ese lugar.
Fue una plegaria filial intensísima, de completo abandono en la Voluntad de Dios, y al mismo tiempo insistente, como la de un niño pequeño y confiado. El primer día de la novena en la tribuna, el 17 de mayo, después de entretenerse en unos minutos de meditación personal, sugirió que rezásemos juntos las tres partes del Rosario, guardando un rato de silencio después de cada misterio. Al final, leyó algunos pasajes del Evangelio en los que el Señor insiste en la necesidad de la oración de petición. Recojo sólo unas palabras de esa oración, que ya habréis leído y meditado —al menos, en parte— en otras ocasiones.
«Nos lo dice Jesús: todo lo que pidamos en la oración, creyendo, se nos concederá. Y la fe no nos falta, porque nos la das Tú, Señor. Esta promesa, llena de seguridad, no deja nunca de tener valor, porque sus palabras, las palabras del Señor, no pasan.
»Estamos aquí, en representación de tantos miles de almas, y hemos venido a pedir, a pedir como un niño pequeño que está persuadido de que tienen que escucharle. Pedimos como un niño pequeño, como una familia pequeña, y quiero que la Obra sea siempre así: una pequeña familia muy unida, aunque estemos extendidos por todas partes. Y te pedimos exigiendo, sirviéndonos de la intercesión de tu Madre, sabiendo que tienes que escucharnos.
»Iterum dico vobis —nos dice San Mateo— quia, si duo ex vobis consenserint super terram, de omni re quamcumque petierint fiet illis a Patre meo qui in cælis est (Mt 18, 19). Rezamos en una oración de petición, unidos al pueblo que está ahora aquí, al sacerdote que celebra, al culto que se da a tu Madre. Te lo decimos nosotros y te lo dicen, con muchísima fe, y con la esperanza de que Tú nos oyes, en todos los caminos de la tierra. Es una oración continua de almas de todos los estados, de todas las razas, de todas las lenguas. Su oración es nuestra oración, y a Ti, Señor, por medio de tu Madre, te dirigimos una petición constante.
»Os doy pie, con estas palabras, para que sintáis la responsabilidad de seguir urgiendo al Señor, también cuando el alma está seca y encuentra dificultad para vivir este diálogo con Él. A pesar de nuestras debilidades, de que no sepamos qué decir, basta que queramos hablarle para que se haga realidad, y conseguiremos lo que nos hace falta».
Detengámonos un momento, hijas e hijos míos, para ver si nosotros, en estos momentos y siempre, prolongamos la plegaria de nuestro Padre, bien unidos a su oración —que en el Cielo se ha hecho perenne— por la Iglesia y por la Obra. No importa que a veces nos sintamos áridos, ¡secos!, porque el corazón no parece acompañar nuestros ratos de meditación o de oración vocal. Así nos lo hacía notar San Josemaría: «No os preocupe, insisto, si no hay fervor, si cuesta meterse en la oración. Estamos como soldados de guardia que cumplen un deber; como soldados, pero como hijos. Si no sabemos qué decir, pero sabemos que tenemos que hacer la oración, hacemos la oración, como soldados; pero como hijos, con fe. Le recordamos ahora, aunque sólo sea con la boca, que cumpla su palabra, que nosotros pedimos para que Él nos escuche: es una exigencia, pero una exigencia de hijo, que dirigimos al Padre, sirviéndonos de la promesa de su Hijo. Y naturalmente nos acogemos a nuestra Madre, a su intercesión omnipotente: ¡Madre, escúchanos!».
Pienso que cada una y cada uno de nosotros desea rezar o aprender a rezar así, con la misma plena confianza y abandono en nuestra Madre del Cielo. En estos tiempos, como tantas veces os he recordado, hemos de renovar de modo constante la petición por la Iglesia, por el Papa y sus colaboradores; por los Obispos, por los sacerdotes y por todo el pueblo de Dios. Tratemos de presentar estas intenciones a Nuestra Señora, en las romerías de este mes de mayo, con mucha intensidad. ¿Piensas que, si conocieran tu amor a Santa María, las personas que tratas se sentirían invitadas a quererla, a refugiarse bajo su amparo?
Pero hemos de rezar llenos de confianza, con esa fe que es capaz de mover montañas, como afirmó el Señor. Sigamos escuchando a nuestro Padre en aquella primera oración en voz alta ante la Virgen de Guadalupe. «Omnia quæcumque orantes petitis, credite quia accipietis, et evenient vobis (Mc 11, 24). Todas las cosas que pidiereis en la oración, tened fe de conseguirlas, y se os concederán. ¡Se os concederán! Son palabras que recogen una seguridad para nosotros. Ha hablado su Hijo, ¡su Hijo que no puede mentir!, y, de nuestra parte, se necesita fe. Una fe que ya tenemos, ¡por eso venimos a pedir!; pero, además, con esa petición, le decimos: adauge nobis fidem! (Lc 17, 5). Hay que insistir, una y otra vez, siempre, como cuando éramos pequeños con nuestras madres, ¡igual! Y aquí, los que estamos ahora, pedimos para todos y en nombre de todos, también cuando nos encontramos personalmente en momentos de poco fervor, cuando nos cuesta romper a hablar, a decirte lo que queremos.
»Omnis enim qui petit accipit, et qui quærit invenit, el pulsanti aperietur (Lc 11, 10). Es nuevamente Jesucristo el que habla, según nos ha dejado escrito San Lucas. Nos lo ha dicho así de claro, para que no lo olvidemos: al que pide, se le dará. Por tanto, hemos de seguir pidiendo, y hemos de atrevernos a pedir con confianza, exigiendo. Para eso hemos venido aquí, y para eso hemos de esforzarnos, de modo que nuestra oración sea constante, llena de tozudez. Madre nuestra, habla Tú por nosotros, y llévanos a pedir siempre más».
Me detengo aquí, hijas e hijos míos, aunque la plegaria de nuestro Padre prosiguió aún por largo rato. Pero no puedo dejar de recordar que, en la segunda parte del mes, celebraremos sobre todo tres solemnidades litúrgicas de gran relieve: la Ascensión del Señor, la Venida del Espíritu Santo en Pentecostés y la Santísima Trinidad. La Virgen, si a Ella acudimos, nos empujará a prepararnos para aprovechar mejor esas fiestas, como ya hizo con los primeros discípulos de Jesús. A mí se me hace claro que, tras su vida escondida y silenciosa, el Señor quiso que estuviese bien presente en la manifestación de la Iglesia en el Cenáculo, para que los Apóstoles comprobaran cómo se ama a Jesús, a la Trinidad.
Los últimos días del mes de mayo deben empujarnos a saborear a fondo la solemnidad litúrgica de Pentecostés. Permanezcamos junto a quien es Madre de la Iglesia y Templo del Espíritu Santo: siempre será el mejor modo de recibir los dones y los frutos del Paráclito. Y, como siempre, os ruego que llevéis mis intenciones —ahí estáis todas y todos— a Santa María, Intercesora y Omnipotencia suplicante, para que nos metamos más en la intimidad de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de mayo de 2010.