Para una entrega a Dios,
la llamada se puede escuchar a cualquier edad.
Luis Gonzaga era el mayor de los hijos del príncipe imperial italiano Ferrante Gonzaga, Marqués de Castiglione delle Stiviere. Don Ferrante puso todos los medios para que su hijo Luis fuese un prestigioso militar como él. En 1577, cuando tenía nueve años, lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, dejándolo a cargo de varios tutores. Obligado por su rango a presentarse con frecuencia en la corte del gran ducado, Luis se encontró mezclado con aquellos que, según la descripción de un historiador de la época, "formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen, el veneno y la lujuria en su peor especie".
A Luis le atraían mucho las aventuras militares, así como las posibilidades que le ofrecía el hecho de ser el primogénito y heredero de tan importante familia. Sin embargo, desde muy joven comprendió que había un ideal más grande y que requería más valor y virtud.
Fue en Montserrat, cuando tenía quince años, donde percibió con claridad en su interior una llamada de Dios. Habló de ello primero a su madre, que aprobó enseguida sus proyectos. Pero en cuanto lo supo su padre, montó en cólera hasta tal extremo que amenazó con ordenar que le azotaran hasta que recuperase el sentido común. Puso a la vocación de su hijo todas las dificultades imaginables, mientras repetía: "¡Mi hijo no será fraile!".
Esperaba que el ambiente cortesano acabaría por conquistarlo, pero el joven Luis volvía siempre tan decidido como al principio. Se sucedieron escenas violentísimas entre padre e hijo. Persistió en su negativa hasta que, por mediación de algunos de sus amigos, acabó accediendo de mala gana a dar su consentimiento provisional. Pero al poco tiempo se reanudaron las discusiones sobre el futuro de Luis. El chico se encontró con nuevos obstáculos a su vocación, pues a la tenaz negativa de su padre se añadió la oposición de la mayoría de sus poderosos parientes –algunos de ellos eclesiásticos–, que recurrieron a diversas promesas y amenazas para disuadir al muchacho.
Ferrante hizo los preparativos para enviar a su hijo a visitar todas las cortes del norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de su hijo. Después de haber dado y retirado su consentimiento varias veces, Ferrante capituló por fin. Al recibir el consentimiento imperial para transferir los derechos de sucesión a su hermano Rodolfo, escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: "Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas".
Luis partió hacia Roma para ingresar en el noviciado en 1586, cuando tenía dieciocho años. Seis semanas después murió Don Ferrante. Desde el momento en que su hijo Luis abandonó el hogar paterno, aquel hombre había transformado completamente su manera de vivir: el ejemplo de la entrega de su hijo había sido un luz que le hizo mejorar mucho en sus últimos momentos
Al poco de iniciar su vida religiosa, Luis tuvo que sufrir otra difícil prueba: la alegría espiritual que le había dado su fe desde la más tierna infancia, desapareció de pronto. Pero supo ser fiel a su vocación también en esos momentos de oscuridad, que acabaron desapareciendo. Para dejar claro que había abandonado las comodidades propias de su condición social, quiso vivir en la estancia más pobre, un cuarto estrecho debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros. Pidió que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las tareas más materiales de servicio a los demás.
Bastantes santos se han decidido muy jóvenes
Su vida fue muy breve. Murió con fama de santidad en 1591, a los veintitrés años de edad. Pronto fue canonizado, y posteriormente fue proclamado protector de los estudiantes jóvenes y patrono de la juventud cristiana.
"Bienaventurados los que se entregan a Dios para siempre en la juventud", escribió San Juan Bosco pocos días antes de su muerte. La Iglesia ha bendecido
siempre la entrega a Dios en la juventud: una entrega que le ha dado tantos santos. El panorama de los santos de la Iglesia católica nos muestra que la mayoría de ellos se entregaron a Dios siendo jóvenes, muy jóvenes. Basta repasar el santoral para ver que la Iglesia rezuma alegría de juventud, la venera en sus altares y aprende de ella y de su heroísmo. San Bernardo, gran doctor de la Iglesia, fue elegido abad del monasterio cisterciense de Claraval a la edad de veinticinco años. La mayoría de los mártires de Uganda oscilaban entre los quince y los veintidós años. San Estanislao de Kostka murió a los dieciocho, Santa Teresa de Lisieux a los veinticuatro, San Casimiro de Polonia a los veintiséis, Domingo Savio a los catorce, Kateri Tekakwitha –la primera indígena norteamericana beatificada– a los veinticuatro. Desde luego, si esas vocaciones jóvenes hubieran cedido a la cansina y sempiterna cantinela de que "son demasiado jóvenes para entregarse a Dios", o que "han de esperar a saber más de la vida", o que "han de probar antes otras cosas", ese después no les habría llegado y no tendríamos el ejemplo de su vida santa, que no necesita de muchos años de edad.
Llamados a cualquier edad
Dios llega casi siempre en la juventud, en la hora ordinaria del amor. El primer barrunto puede experimentarse en la niñez o en la adolescencia. Teresa de Lisieux deseó hacerse religiosa desde el primer despertar de la razón, y así lo evoca en sus memorias, cuando relata la ocasión en que, a los quince años, en 1887, un guardia suizo tuvo que arrancarla de los pies de León XIII, al que le insistía audazmente en que la dejase entrar a esa edad en el Carmelo.
Pero no siempre es así. Supongo que la vocación puede llegar a cualquier edad.
Efectivamente, cuando Dios llama, importa poco la edad. Alfonso de Ligorio se decidió a los veintisiete, después de años de brillante ejercicio profesional en el foro; San Agustín se bautizó a los treinta y tres, después de una vida azarosa y turbia; y San Juan de Dios cambió de vida a los cuarenta y dos, tras una existencia aventurera. No existe una"edad perfecta" para la entrega. Dios llama cuando quiere y como quiere. Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para corresponder a su llamada.
La juventud no es un obstáculo
Hace más de veinticinco siglos, Jeremías vivía en Anatot, un pueblecito cercano de Jerusalén, en la finca de sus padres, cuando fue llamado por Dios a ser su profeta. El chico se resistía aduciendo que él era demasiado joven y débil para este oficio tan importante, pero Dios le respondió: "No digas que eres demasiado joven o demasiado débil, porque Yo iré contigo y te ayudaré".
Por eso insistía Juan Pablo II a un grupo numeroso de jóvenes: ¡No tengáis miedo de correr el riesgo de la libertad! ¡No ahoguéis los generosos impulsos del amor que os pide que hagáis, de vuestra vida, un servicio a los demás!".
¿Y por qué ahora hay menos vocaciones?
Depende de dónde, porque en muchos lugares hay ahora muchas vocaciones. Pero cuando no hay vocaciones, conviene reflexionar sobre por qué ocurre. "Porque quizá –como ha escrito el arzobispo Fernando Sebastián– sí que hay vocaciones, porque Dios sigue llamando para todo aquello que la Iglesia y el mundo necesitan. Lo que quizás no hay son respuestas
Hay llamadas pero no hay respuestas
"La voz de Dios se oye solo cuando hay un cierto grado de silencio interior, es una voz íntima, que resuena solo a cierta profundidad de uno mismo. El que vive volcado sobre el exterior, acaparado y seducido por las cosas exteriores, no puede oír la llamada de Jesucristo. Si uno no se pregunta para qué está en el mundo, qué es lo que de verdad vale la pena en la vida, qué quiere Dios de mí, nunca llegará a percibir ni formular una respuesta. Donde no hay pregunta tampoco llega la respuesta.
"Por eso se puede decir que si no hay vocaciones es porque en un nivel más profundo no hay sentido vocacional de la vida. Muchos jóvenes no tienen tiempo para cuestionarse su propia vida y preguntarse para qué están en este mundo, qué es de verdad vivir, qué es lo que puede dar verdadero valor a su vida, lo que les puede llenar el corazón y darles la felicidad a largo plazo.
"Por eso es más exacto decir que no es que no haya vocaciones, lo que no hay es proyecto realmente libre y personal de la propia vida. Se vive impersonalmente, dejándose llevar, sin tener el valor de salirse de la fila para pensar, proyectar y definir la propia vida. Esto, que ocurre mucho en lo humano, ocurre también en la dimensión cristiana de nuestra vida. La mayoría de los cristianos son cristianos de seguir la corriente. Tenemos pocos cristianos que hayan llegado al punto de decir como Pablo "¿Señor, qué quieres de mí?". Y esta es la actitud indispensable para poder escuchar la voz de Dios.
"La respuesta a una vocación sentida en lo profundo de uno mismo y correspondida con perseverancia es la condición para ser uno mismo, para vivir personalmente la propia vida. Responder a la vocación personal es tanto como vivir con libertad la propia existencia. Y para el cristiano, aceptar la propia vocación es intentar vivir libremente según el designio de Dios sobre nosotros, integrarnos de verdad en la obra de Dios y de Cristo según nuestra forma estrictamente personal de ser, ocupar nuestro puesto en la Iglesia y en el mundo, ese puesto único para el cual Dios nos ha pensado y nos llama, por medio de Cristo y de su Iglesia.
Orar por las vocaciones y por la propia vocación
"Entre todos tenemos que ayudar a nuestros jóvenes cristianos a llegar a este nivel ilusionado de fe y de amor a Jesucristo que les haga preguntarse "qué quiere el Señor de mí", "dónde quiere Dios que me sitúe", "que necesita de mí la Iglesia" "qué puedo hacer por el bien de mis hermanos". Y si es posible, llegar, como San Francisco Javier, al "qué puedo hacer yo por Jesucristo".
"Esta es la alerta interior que permite escuchar la voz de Dios, esta es la buena tierra en la que crece la semilla de las vocaciones, de todas las vocaciones. A partir de ahí cada uno vivirá su vida como respuesta a la llamada de Dios, respuesta en el matrimonio y en la vida santa de un seglar apostólico, respuesta en el ministerio sacerdotal o en la vida consagrada. Pero respuesta, seguimiento, obediencia, amor.
"Oremos por las vocaciones. Pero no pidamos solo por la vocación de los demás. Pidamos a Dios que nos haga a nosotros instrumentos de esta presentación alta y exigente de la vida cristiana como ofrenda y respuesta de amor
"La ayuda decisiva que nuestros jóvenes necesitan es una comunidad cristiana clara, entusiasta, una comunidad de hermanos que rezan, que se quieren, que colaboran con alegría y con confianza dentro de la acción misionera de la Iglesia. Este es el clima que hay que difundir en nuestra Iglesia y esta es la labor que tenemos que hacer entre todos, padres, educadores, catequistas, sacerdotes, para que vuelvan a florecer en nuestra Iglesia las vocaciones y las respuestas, respuestas de todas clases y en todos los tonos, familias cristianas, apóstoles seglares, vírgenes consagradas, misioneros, sacerdotes."
ORACION POR LAS VOCACIONES
¡Oh Jesús!
Pastor eterno de las almas,
dígnate mirar
con ojos de misericordia
a tu pueblo amado.
¡Señor!
danos vocaciones,
danos sacerdotes, religiosos
y consagrados santos.
Te lo pedimos por la Inmaculada
Virgen María
tu dulce y Santa Madre.
¡Oh Jesús!, danos sacerdotes,
religiosos y consagrados
según tu corazón.