jueves, 1 de octubre de 2009

Santa Teresita del Niño Jesús.




Comenzamos el mes de octubre conmemorando a santa Teresa de Lisieux, Carmelita Descalza, conocida también por santa Teresita del Niño Jesús. Se trata de una religiosa que dedicó su vida a la oración contemplativa, que nos puede enseñar la primacía de la intimidad con Dios para que tenga sentido cualquiera de nuestros quehaceres. Como es sabido, el Santo Padre Juan Pablo II, proclamó a esta santa Doctora de Iglesia.

Esta religiosa, que, fiel a su regla, no abandonó su convento en Francia, es, sin embargo, la patrona de las misiones. Podría pensarse que muchos otros santos –los hay con la vida cargada de movimiento apostólico, visible y conocido– serían más apropiados que la santa de Lisieux para ser presentados como ejemplo de espíritu misionero, y como intercerores ante Dios para esta importante tarea. De hecho, el afán por llevar a los hombres al calor de la fe y a la riqueza incomparable de la posesión de Dios, posiblemente queda más claro en algunos santos llenos de actividad exterior. Pero la Iglesia ha querido reconocer ante el mundo, pensando en Teresa de Lisieux como patrona del movimiento misionero, que el secreto y fundamento de toda eficacia apostólica es, ante todo, la oración.



Teresa de Lisieux, sin salir de su convento, consagró su vida a rezar y sacrificarse por las misiones. En su coloquio con Dios vibraba impaciente por tantos lugares donde debía aún implantarse la fe, ofreciendo al Señor el “precio” de sus sacrificios y súplicas por gentes lejanas, desconocidas muchas veces. Otras, encomendaba expresamente a Dios la tarea evangelizadora de algún misionero que conocía. Siguiendo al pie de la letra la advertencia del Señor a sus Apóstoles –sin Mí no podéis hacer nada–, intercedía por los que lejos se fatigaban por Cristo y por la felicidad de otros al abrazar la fe. En su oración y sacrificio encontraba la fuerza para la fatiga de aquellos que, muy lejos casi siempre de Francia, hablaban de Dios y de su salvación a la gente. También en la oración conseguía luz para las inteligencias de cuantos oían por primera vez hablar de Cristo.

Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en “tercer lugar”, acción. Así se expresaba san Josemaría en Camino, y así son las cosas en la vida de todos los que desean ser verdaderos apóstoles de Nuestro Señor. Preguntémonos cuánto rezamos para que mejoren esas personas –perfectamente conocidas, tal vez– que deben enmendarse, que provocan nuestra crítica, aunque sólo sea interior… ¿Cómo nos unimos a la oración del Santo Padre por las necesidades de la Iglesia y del mundo? ¿Ofrecemos sacrificios por los demás?





Los que siguen a Cristo, por el mundo o, como esta santa, apartados de los afanes mundanos, son impulsados en todo caso por el propio Cristo a difundir su enseñanza. El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza, nos advierte el Señor; y esa es también la suerte del discípulo que le acompaña, apartado del mundo o metido de lleno en los afanes terrenos. No es el discípulo más que su maestro, ni el siervo más que su señor, aclararía Jesús en otro momento. Una existencia incómoda y un trabajo intenso están garantizados para el discípulo de Cristo. Comparte así con Él su misma calidad de vida. Pero, precisamente por esto, ya que viven siempre juntos, quien sigue al Señor para el apostolado cuenta donde quiera que se encuentre con su compañía: el discípulo tampoco tiene dónde reclinar su cabeza, pero jamás se siente solo. Tiene consigo, por el contrario, el inapreciable tesoro de su Dios junto a sí.


Nos conviene –y es, por otra parte, manifestación de realismo– considerar de modo habitual la seguridad que, como cristianos, debemos sentir con el mismo Dios, que no nos abandona un solo instante. Es bueno librarse de la pesadumbre imaginaria por una vida insoportable marcada con la cruz. No, ciertamente, eliminando de nuestra vida lo que cuesta, ni fomentando compensaciones humanas que contrarresten la dureza realista de caminar con Cristo. Se tratará, más bien, de perderle el miedo al dolor. Perderle el miedo al dolor, por la oración: contemplando al Señor con nosotros, de nuestra parte, queriéndonos. Y queriéndonos, no de cualquier modo, porque quiere y puede hacernos verdaderamente felices. Sólo la oración que contempla es capaz de descubrir, en el misterio de Dios, su poder y su bondad para hacernos felices, aunque no tengamos dónde reclinar la cabeza. La dureza del seguimiento del Señor nunca será desproporcionada, con su ayuda que nuna falta; pues todo lo puedo en Aquel que me conforta, podremos afirmar con san Pablo en todo momento.



¡Que el ejemplo y la intercesión de santa Teresita nos animen! Pidámosle amar de corazón a Dios y a muchas almas, y ser felices contemplando la grandeza de una vida así. Que será quizá, sin embargo, sencilla, como la de Nuestra Madre, Santa María.