viernes, 8 de julio de 2011

60 AÑOS



Después de la guerra, tras una larga espera, finalmente había llegado el momento en el que el Seminario de Frisinga podía abrir la puerta a cuantos volvían. Éramos felices, no sólo porque finalmente habíamos escapado a las miserias y a las amenazas de la guerra y del dominio nazi, sino también porque éramos libres y, sobre todo, porque estábamos en el camino al que nos sentíamos llamados. Sabíamos que Cristo era más fuerte que la tiranía, que el de la ideología nazi y que sus mecanismos de opresión. Sabíamos que a Cristo pertenecen el tiempo y el futuro, y sabíamos que Él nos había llamado y que nos necesitaba, que había necesidad de nosotros. Sabíamos que la gente de aquellos tiempos cambiados nos esperaba, esperaba sacerdotes que llegaran con un nuevo empuje de fe para construir la casa viva de Dios.
Recuerdo, durante mi ordenación sacerdotal, el estar tumbados por tierra durante las Letanías de los santos. Uno se hace consciente una vez más de la propia pobreza y se pregunta: ¿De verdad soy capaz de ello? Y al mismo tiempo resuenan los nombres de todos los santos de la Historia y la imploración de los fieles: «Escúchanos, ayúdalos». Crece así la conciencia: Sí, soy débil e inadecuado, pero no estoy solo, hay otros conmigo, la entera comunidad de los santos está conmigo.

Recuerdo la imposición de las manos por parte del venerable cardenal Faulhaber, y la conciencia de que es el Señorel que pone sus manos sobre mí y me dice: Me perteneces a mí, no te perteneces simplemente a ti mismo, te quiero, estás a mi servicio. Y también la conciencia de que esta imposición de las manos es una gracia, que no crea sólo obligaciones, sino que es sobre todo un don, que Él está conmigo y que su amor me protege y me acompaña. Luego vino el momento de la imposición de las manos... y, por último, cuando el cardenal Faulhaber nos dijo: "Iam non dico vos servos, sed amicos", "Ya no os llamo siervos, sino amigos", experimenté la ordenación sacerdotal como inserción en la comunidad de los amigos de Jesús, llamados a estar con Él y a anunciar su mensaje.

Benedicto XVI (14.09.2006)





Cristo nunca está ausente

En la Iglesia, Cristo no está nunca ausente; al contrario, está presente de una forma totalmente libre de los límites del espacio y del tiempo. El sacerdote representa a Cristo. Las tres tareas del sacerdote -enseñar, santificar y gobernar- son una especificación de esta representación eficaz. Éstas son en realidad las tres acciones del Cristo resucitado, lo mismo que hoy en la Iglesia y en el mundo enseña y así crea fe, reúne a su pueblo, crea presencia de la verdad y construye realmente la comunión de la Iglesia universal; y santifica y guía.

La tarea de enseñar resulta particularmente importante. Vivimos en una gran confusión sobre las elecciones fundamentales de nuestra vida y los interrogantes sobre qué es el mundo, de dónde viene, a dónde vamos, qué tenemos que hacer para realizar el bien, cómo tenemos que vivir, cuáles son los valores realmente importantes.

La función in persona Christi del sacerdote hace presente, en la confusión y en la desorientación de nuestros tiempos, la luz de la palabra de Dios. El sacerdote no enseña ideas propias, no habla desde sí mismo, no habla por sí mismo, quizás para crearse admiradores o un propio partido; sino que, en la confusión de todas las ideologías, el sacerdote enseña en nombre de Cristo presente, propone la verdad que es Cristo mismo, su palabra, su modo de vivir y de ir adelante.

La enseñanza que el sacerdote está llamado a ofrecer, las verdades de la fe, deben ser interiorizadas y vividas en un intenso camino espiritual personal, para que así, realmente, el sacerdote entre en una profunda e interior comunión con Cristo mismo. El sacerdote cree, acoge e intenta vivir, ante todo como propio, lo que el Señor ha enseñado y la Iglesia ha transmitido.

Benedicto XVI (14.04.2010)





Oración sacerdotal del Santo Cura de Ars

Te amo, mi Dios, y mi solo deseo
es amarte hasta el último respiro de mi vida.

Te amo, oh Dios infinitamente amable,
y prefiero morir amándote
antes que vivir un solo instante sin amarte.

Te amo, Señor, y la única gracia que te pido
es aquella de amarte eternamente.

Dios mío, si mi lengua
no pudiera decir que te amo en cada instante,
quiero que mi corazón te lo repita
tantas veces cuantas respiro.

Te amo, oh mi Dios Salvador,
porque has sido crucificado por mí,
y me tienes acá crucificado por Ti.

Dios mío, dame la gracia de morir amándote
y sabiendo que te amo.

Amén.

San Juan María Vianney